Punto de realce by Simonetta Agnello Hornby

Punto de realce by Simonetta Agnello Hornby

autor:Simonetta Agnello Hornby [Agnello Hornby, Simonetta]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2021-01-01T00:00:00+00:00


* * *

El hermano portero entra arrastrando los pies como de costumbre, pero con un paso inusualmente rápido. Se acerca a la tía y le habla en voz baja. Entonces ella le dice:

—Que pasen.

Cuando regresa acompañado de dos mujeres con ropas muy humildes, la tía se levanta, se acerca a las recién llegadas y les indica que se sienten en el «saloncito del café», no lejos del escritorio, compuesto por cómodos sillones bajos, una mesita y un pequeño arcón. Allí, además de café, suelen servirles agua y zammù, anís, con algunos dulces. Hoy, sin embargo, a la tía no le da ni tiempo a ofrecerles nada.

La mujer más anciana parece querer decir algo, pero le brotan de inmediato unas lágrimas ardientes. No puedo contener mi curiosidad, la miro; intercepto los ojos de la tía y me sonrojo, segura de recibir una reprimenda en cuanto las invitadas se hayan marchado. En cambio, me hace gestos para que me acerque y me presenta a las dos visitantes: se llaman Angela y Carmela, madre e hija, gente pobre, del barrio de Kalsa. Las acompañaba su vecina de enfrente, que viene de vez en cuando al Círculo, pero que hoy ha preferido esperarlas fuera. Así descubro que Carmela, casada pero sin hijos, había acogido a su sobrina Lucia, una buena chica de mirada triste, huérfana de madre y abandonada por su padre, de quien, tras marcharse a América, no había vuelto a saberse nada. Al cabo de algún tiempo, el ambiente de la casa había cambiado. Carmela se despertaba a menudo y se encontraba sola en la cama: «Voy a hacer mis necesidades», se justificaba su marido Pavolo, y ella le creía. También le creyó cuando le dijo que se levantaba para consolar a Lucia, que a menudo sufría pesadillas: al fin y al cabo, ella misma la oía llorar por la noche. Y Lucia siempre confirmaba la versión de su tío a la mañana siguiente.

No era consuelo, sin embargo, lo que Pavolo daba a aquella desgraciada. Hasta que, una noche, Lucia consiguió liberarse y corrió hacia el balcón, tal vez decidida a gritar. Sin embargo, el pánico la había enmudecido: se agitaba sin poder emitir más que un jadeo nervioso. Pavolo la había arrastrado inmediatamente al interior y la había inmovilizado contra la pared, pero la vecina de enfrente —alarmada por el cuerpo que se agitaba en la habitación— había visto la escena a través de las cortinas entreabiertas. Y se había quedado mirando, helada, incapaz de reaccionar, mientras él poseía a Lucia como un animal. Al día siguiente, había intentado hablar de ello con Carmela, pero, al igual que a la desdichada muchacha la noche anterior, las palabras se le habían enredado en la garganta, por miedo, ciertamente, pero también a causa de una consternación que venía de lejos, de un destino que había que aceptar como tal, por terrible que fuera. Lucia, mientras tanto, había desaparecido. Carmela la había buscado en vano. Recientemente, sin embargo, alguien le había dicho que había ido a pedir hospitalidad a las monjas.



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